Si quiero dar cuenta de cómo se lucha prescindiendo de agonía, cantando a la manera de los héroes, una mezcla de muerte y alegría, (Gamoneda), debo hablar de mí misma; enfrentarme a información de gusto dudoso pero ineludible.
1.960, Barcelona. Licenciada en Magisterio, Filogías catalana y alemana, doctora en Filosofía. Me gané la vida impartiendo clases en la Universidad que a mí me torturó –esgrima de buen estilo, mi señor, golpe por golpe, y en paz.
El día, de Zaragoza, publicó en su suplemento semanal, crítica literaria mía durante los años 1.982-1.987. Lo mismo hizo el periódico El observador (Barcelona), entre 1.989 y 1.992. No estoy muy segura de las fechas…-¡oh las fechas, las fechas, por favor, qué lata!-.
Perdí la vida en un accidente vascular –un derrame cerebral,
el 29 de febrero de 1.992.
(Tres años de silencio.)
En este texto (¿1.997 o 1.998?), se examinaba con lupa al personajillo identificado públicamente como Anna Poca, por un número en los hospitales públicos, y en el sistema sanitario español al que ya de por vida, pertenezco.
A mí me pasó lo que a tantas personas a quienes he visto convertidas en vegetales: perdí el rostro. Yo he logrado reconstruirlo, gracias a mi familia y a poquísima gente más –todo hay que decirlo. Me he quedado en esa deuda: toda mi energía estará for ever con los seres anónimos y destrozados… Soy la voz que siempre hará causa de los sin-rostro.
Consecuentemente, este libro no se escribió jamás.
(El relato romántico –forma, novela-, pormenorizado, científicamente riguroso, supervivencia de un ictus, lo narra espléndidamente el neurólogo Oliver Sacks -ver RED. Él describe como nadie, por ende, la fina y convencional línea que separa la ficción de la verdad.
Además de todas mis bitácoras durante el espeluznante viajecito de estos años, mi librito, Jazz después del infierno (2.003, disponible en pdf), se aproxima mucho, tal vez por su delgadez, a la experiencia afásica y de privación (casi) absoluta de vida, que sólo por hábito, seguimos llamando, persona.)